Taller de Redacción
Francisco Alejandro Leyva Aguilar
Hace algún tiempo ya, cuando tenía unos trece años de edad, descubrí algo espectacular: mi cabeza me comenzaba a doler exactamente a las once de la mañana todos los días mientras estaba en clase.
Era un dolor horrible pero al cual me acostumbré durante esa parte de mi infancia porque no hay niño al que no le guste jugar y, un dolor de cabeza, no iba a limitar mis andanzas por las instalaciones de mi secundaria.
Hoy ese dolor me acompaña también, ya no es diario, ni a las once de la mañana, ahora no tiene horario y se ha vuelto bastante más agudo al grado de que aún dormido me despierta y no me deja volver a conciliar el sueño.
Comienza con un ligero malestar en una de las dos partes de mi cabeza, eso hace que mi cuerpo baje su temperatura mucho. El estómago se me pone frío, como si estuviera en un refrigerador, la frente me comienza a sudar copiosamente y también se vuelve fría.
Las punzadas a un lado y detrás del ojo donde comienza el dolor, se vuelven cada vez más fuertes y entonces el dolor comienza a ser insoportable. No hay paz con ese dolor, uno se pegaría un tiro con tal de no sentirlo más.
La luz, los olores fuertes, los gritos y los sonidos agudos, el cigarro, el alcohol, todo, todo me molesta y me dan ganas de vomitar aunque no tenga nada en el estómago. Es un dolor que hace que te ausentes del mundo y que solo quieras estar acostado.
Y no hay remedio, ni pastilla ni placebo que pueda quitármelo; lo único que me consuela, es la seguridad de que en algún momento pasará.
Cuando por fin desaparece, deja una estela de lamento porque uno queda como ensimismado, como si una aplanadora te hubiese pasado por el cuerpo y te deja medio muerto, sin ganas de nada… hasta entonces es posible saber que estás vivo.
martes, 18 de marzo de 2008
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1 comentario:
Si, se comprende el dolor, yo también en raras ocasiones me invade la migraña, es horrorosa.
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