martes, 8 de abril de 2008

La maldición del Carcinoma

Francisco Alejandro Leyva Aguilar
Taller de Redacción. IESO CTC 1V
La maldición del carcinoma
Cuando nací, el tres de marzo de 1966, le dijeron a mi madre que tenía un pequeño tumor en su vientre y que era necesario que se lo checara con algún médico especialista en oncología. Pasaron treinta dos años de aquella recomendación y el tumor llegó a hacerse una masa amorfa que llegó a medir 30 centímetros y a pesar más o menos unos 450 gramos.
Una bolita en la punta de la lengua de mi madre, nos alertó sobre lo que vendría para la familia; la operación para extraérsela duró unas tres horas y el médico nos dijo que no había mayor problema, mandarían analizar el tumorcito de la lengua y nos daría pronto el resultado.
Meses más tarde, el carcinoma (tumor maligno) del vientre, comenzó a darle molestias físicas. Nosotros ignorantes del tema y suponiendo que un tumor en le vientre debe ser tratado por un ginecólogo, llevamos a mi madre a uno de los mejores hospitales del México. La Clínica Londres ofrecía para nosotros, todas las posibilidades de tratar a mi madre con profesionalismo.
Un médico famoso de apellido Castelazo, nos dijo que “operaría a mi madre y que no nos preocupáramos, que todo saldría bien”. Casi cuatro horas de tensa operación y el Ginecólogo salió para avisarnos que no había podido extirpar el tumor, solo le había hecho una biopsia (muestra de tejido) para determinar el nivel de antígeno cervicouterino (nivel que muestra el desarrollo de cáncer en células sanas del vientre de una mujer).
En otras palabras, el mercenario médico abrió el vientre de mi madre, lo observó y determinó que no era posible hacerle nada más que la biopsia. Cuando nos entregó el resultado de la misma, hizo que el mundo entero se nos derrumbara.
Cuando te dicen que a tu Madre le quedan unas cuántas semanas de vida, tu mente se nubla, reniegas de Dios y de su casta de Ángeles, Arcángeles, Santos y Vírgenes, quieres patear todo y no puedes, aunque quieras, contener las lágrimas.
Duele mucho el pecho y sientes un vacío enorme antes de padecerlo. Todas las virtudes de la vida te parecen banales. Sientes que no hay razón para vivir porque no hay dolor más grande para un hijo, que perder a su madre y la mía ¡tenía once!.
Un -¡no puede ser!- comunitario de todos los que estábamos presentes en ese momento, salió de nuestros corazones, no de la boca de cada uno. Algunos se pusieron a llorar, otros más quedamos como en estado catatónico, sin saber qué decir. La consternación fue general en toda la familia.
Ese mismo día por la tarde, tuvimos una reunión familiar para determinar lo que haríamos con mi Madre, teníamos que definir dónde la llevaríamos, con quién, para qué. Teníamos que definir qué posibilidades tendría de vivir y en qué condiciones, cuánta calidad de vida podría tener con otra operación.
Me puse a leer sobre el cáncer y me di cuenta que es una lucha interna de células contra células de uno mismo y que no hay cura para ello, además que no se ha encontrado la causa por las que las células de algún tejido, se revelan contra el cuerpo y crecen desmesuradamente sin control.
Mi madre estaba en fase terminal de uno de los cánceres más agresivos que hay. Tenía algo que se llama metástasis, que es la irrigación de líquido ascético del interior del tumor que se riega por todas partes del cuerpo e infecta o motiva, por decirlo de alguna manera, la proliferación de carcinomas en otras partes del cuerpo distintas al tejido original.
Era poco lo que podíamos hacer por ella, pero entre todos decidimos que una operación llamada asepsia sería la más viable para ofrecerle a mi madre una calidad de vida buena, sin tubos o conexiones fatales que más que aliviarla, la perjudicarían potencialmente.
Debo decir que María era una mujer de una sola pieza, entera, segura, autosuficiente, independiente, emprendedora, versátil, orgullosa, soberbia, elegante y muy guapa. Una quimioterapia que la dejaría calva y sin cejas por ejemplo, podría afectarla sicológicamente, por eso hablamos con ella con mucho tiento.
Cuando le dijimos que tenía cáncer y que debíamos combatirlo juntos, esperábamos una respuesta negativa porque casi toda su vida había vivido con el miedo de padecerlo, pero ecuánime dijo: “si, voy a luchar, pero cuando yo diga basta, es basta”.
Se sometió a la asepsia con la condición de que no la lleváramos a ningún país extranjero, que la operáramos en México en un hospital donde pudiéramos estar todos con ella. Así fue, le extirparon el tumor y la sometieron a quimioterapias para evitar la expansión de carcinomas en otras partes del cuerpo.
Vivió así, con solo un catéter (un tubo en una vena que llega al corazón), cinco años más de su vida en los que le entregamos todo nuestro amor y todo lo que podíamos, para hacerle sentir importante en nuestras vidas y ella misma sintiera la necesidad de vivir por nosotros.
Pero el cáncer no perdona; el primero de abril de 1994, luego de una crisis y del diagnóstico fatídico, la trajeron en un avión a Oaxaca. La recibí en la entrada del hospital y la bajé en la camilla hasta la cama del hospital.
El dos de abril por primera vez, festejamos su cumpleaños sin que ella estuviera presente y, finalmente el tres, después de hablar con cada uno de nosotros, se fue con Dios para nunca más volver.
Sin embargo la llevo presente todos los días de mi vida, como si no hubiese muerto, como si solo hubiera trasmutado a un estado espiritual que solo yo puedo sentir y donde me escucha cada que la invoco, donde me aconseja cada que tengo un problema, donde seguramente me espera porque algún día voy a estar con ella otra vez y para siempre.

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