Camino a la tumba
Alejandro Leyva Aguilar
Era un mediodía soleado en Juchitán, cuando Juan salió a comprar su boleto de camión hacia la ciudad de Oaxaca. Apresuró el paso porque los viernes, resulta difícil encontrar boletos para viajar a la ciudad capital, sobre todo en la madrugada del otro día, cuando a las tres de la mañana pasa un bus que viaja desde la ciudad de Villahermosa y hace escala en Juchitán.
Los juchitecos prefieren esa corrida porque llega muy temprano a la ciudad de Oaxaca y les da tiempo hacer todas sus diligencias en la capital del estado, para luego regresar por la madrugada a su istmo querido.
Juan corrió con suerte, la recepcionista le informó que aún quedaban algunos asientos vacíos que no se vendieron en las demás estaciones por las que pasa el Maya de Villahermosa. Contento, regresó a despedirse de su esposa y sus hijos y, con la mentira por delante, expuso que tenía que abandonar el istmo 8 horas antes que la hora y fecha marcada en su ticket.
Así que enfiló, como buen mozo, hacia la cantina de Na´licha y ahí se encontró con sus amigos de siempre, los que cada viernes se reúnen en el “centro botanero” para degustar unas buenas cervezas, caldo de camarón seco y jaivas al mojo de ajo -especialidad de Na´licha- ah y los infaltables quesillos diminutos.
Juan es un profesor que, aunque pertenece a la sociedad juchiteca más por adopción que por convicción, no es oriundo del istmo de Tehuantepec. Nació en la ciudad capital hace ya tres décadas y desde que el sindicato magisterial decidió mandarlo a profesar al istmo, se quedó como embrujado de su gente y, por supuesto de la mujer istmeña que ahora es su esposa.
Se casó a los 25 años con Naela y ya es padre de dos hijos, Juanito de escasos 4 años y Andrea, que apenas ha visto la luz en sus grandes y expresivos ojos negros. Su mujer, una hermosa juchiteca de robustas caderas y cabello negro hasta la cintura, es amable con él y lo trata como a un rey, según la costumbre de las istmeñas para con sus maridos.
Juan vive una vida feliz al lado de su familia istmeña y, a pesar de sus mentirillas piadosas que utiliza cada viernes para acompañar a los amigos en la cantina de Na´licha, es un buen padre y un esposo comprensivo y cariñoso, porque motivos no le faltan para seguir cortejando a su esposa como si fuera la primera vez.
Después de las cervezas, Juan abordó el camión que lo conduciría a Oaxaca, su tierra natal, donde sus hermanos y amigos de la infancia, ya lo esperaban después de casi un año de ausencia.
Sin retraso, llegó a las 7 de la mañana a la terminal central del ADO (autobuses de Oriente), ubicada a escasas 10 cuadras del centro histórico de la ciudad de Oaxaca y ya lo esperaba su familia.
Convivió como si fuera un turista y a la hora del “amigo” se le apeteció un buen mezcal de Matatlán, de esos que le hacen a uno perder el sentido y la memoria y así siguió hasta entrada la noche, cuando los amigos y los hermanos decidieron salir a celebrar a uno de los tantos bares del zócalo capitalino.
Entre nubes, Juan divisó a una dama de buen ver que se encontraba en las mismas condiciones que él, por lo que la invitó a bailar. Bailaron, platicaron, tomaron y ... se fueron.
Un hotel de la ciudad de Oaxaca, dio cuenta de la pasión desenfrenada de Juan y la mujer, hasta que ambos se quedaron dormidos y, amaneció el domingo.
Juan despertó con la cabeza abotagada. Sentía retumbar cada latido de su corazón dentro del cráneo y abrió los ojos. Descubrió que junto a él y desnuda, estaba una mujer plácidamente dormida.
Quiso despertarla pero ¡no sabía ni su nombre!
Un escalofrío recorrió todo su cuerpo y la sensación de culpa hizo que le comenzaran a sudar y a temblar las manos. Como pudo despertó a la mujer y se apresuró a bañarse. La mujer al verlo, le sonrió, pero él con el remordimiento en el alma, solo atinó a decirle “buenos días” y salió por la puerta de aquel lúgubre cuarto de hotel.
No fue a casa de su familia, por el insoportable remordimiento de conciencia y en cambio, se dirigió a la clínica de un amigo doctor que había estudiado la primaria con él.
El médico amigo lo recibió y se dio cuenta de que Juan sudaba copiosamente de la frente y se frotaba las manos con insistencia. Con la voz entrecortada, Juan le contó a su amigo lo que había sucedido una noche antes y le pidió que le hiciera una prueba para detectar el SIDA (la de Elisa).
El médico le explicó que sería inútil hacerla, toda vez que el periodo de incubación del Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH), por lo menos es de un mes, así que los resultados en ese momento, serían negativos pero no reflejarían la realidad.
Juan mucho más preocupado ahora, regresó a casa de sus padres y hermanos. No hablaba y estaba pensativo, hasta que decidió comprar su boleto de regreso al Istmo, para reunirse con su esposa y sus dos hijos.
Mientras viajaba, repasaba una y otra vez la excusa que debía plantearle a Naela, su esposa para no tener intimidad con ella durante un mes. Así comenzó su martirio mental.
Recordaba la noche anterior como un día terrible en su vida y decía “¡qué estúpido soy, porqué me embrutecí de esa manera, no debí haberlo hecho, yo no soy así, soy precavido, soy fiel y no se vale que en solo una noche me pueda pasar algo. Ni siquiera conozco a esa vieja, no sé quién es!”... y en verdad, ya no importaba quien era, solo que estuviera sana.
Salía muy temprano de la casa y regresaba hasta muy tarde, cuando Naela y los niños, ya estaban dormidos. Se metía en la cama, casi sin moverla o bien, prefería una hamaca de las muchas colgadas en los pilares de su hogar.
Se cumplió así un mes y llegado el momento fue a visitar a una doctora famosa en Juchitán para que le realizara la prueba de Elisa. Le tomaron su muestra de sangre y en seguida se dirigió al templo de San Vicente Ferrer para orar.
“Diosito lindo, te prometo que si me das una oportunidad más, nunca le seré infiel a Naela; mi vida se convertirá en un seminario y mi cuerpo en tu templo y voy a predicar el amor hacia Ti en todos los momentos y circunstancias de mi vida”.
El otro día llegó y con él los resultados de la prueba... positivos...
Juan era portador del Virus de Inmunodeficiencia Humana, el virus que más gente ha matado en la última década y para cuya enfermedad aún no hay cura.
Le explicaron a Juan que su vida tenía que cambiar radicalmente, que su alimentación, y su vida sexual, deberían de presentar modificaciones y que si las seguía al pie de la letra, viviría muchos años porque se había detectado el virus, antes de desarrollar la enfermedad o sea, el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA).
“Puede tener relaciones sexuales con su esposa, pero es necesario que se ponga un preservativo, porque de otra manera la puede contagiar y si queda encinta el bebé puede sufrir las consecuencias”.
El panorama de Juan era desolador: ¿Cómo decirle a su esposa que tenía SIDA? ¿Cómo superar el engaño que le había hecho? ¿Cómo mirarla a los ojos después de su estupidez? ¿Con qué confianza abrazar a sus hijos si era posible que con las lágrimas que se enjugaba en esos momentos podía contagiarlos? ¿Cómo recuperar su vida, luego de una inescrupulosa noche de copas en las que prefirió la diversión antes que la conciencia? ¿”Qué hacer, Dios mío, qué hacer”? –se preguntaba atormentado Juan-.
Volvió al templo de San Vicente Ferrer y lloró por espacio de dos horas. De hinojos ante la figura del venerado santo de Juchitán, –el mismo por el que mataron a Felix Díaz, militar oaxaqueño, hermano de Porfirio Díaz-, Juan comenzó a maquinar el desenlace final de su propia historia.
Le pidió al santo que perdonara sus pecados y que lo absolviera de los mismos, que cuidara a Naela y a sus hijos hasta el final del sus vidas, que procurara que nunca les faltara nada, menos amor y que la vida de su familia, se convirtiera en un paraíso, porque finalmente él moriría por amor. Pidió que perdonara a la mujer que lo había infectado porque quizá ni ella misma sabía que tenía SIDA y lo había hecho inconscientemente.
El Sol no alcanzaba el cenit, cuando Juan regresó a su casa, desempolvó una vieja pistola que le había vendido un compañero maestro en apuros, unos años antes y se dirigió hacia el Canal 33 –un canal de riego solitario en la región del istmo-.
Ahí, se llevó el arma a la boca y jaló del gatillo perforándose el cráneo y muriendo al instante.
Juan, es solo un caso entre los mil 585 hombres y 323 mujeres infectados de SIDA, que reportan los servicios de salud de Oaxaca desde 1986, hasta diciembre de 2002, pero este número es bastante engañoso, toda vez que se calcula que por cada infectado registrado, hay al menos 20 personas infectadas que no lo saben.
Oaxaca, pasó de ser el tercer lugar de casos de SIDA a nivel sureste, al primero, en solo un lustro, cifra que resulta preocupante porque estamos hablando de que por cada 5 habitantes de Oaxaca, uno está enfermo de SIDA.
Los servicios de Salud del estado, no pueden darse abasto para soportar los gastos de los infectados de SIDA, ya que los medicamentos, como el AZT y la ZIDOVUDINA, (Inhibidores de la proteasa) que se usan son de un precio muy elevado y además muy escasos,
Los esfuerzos del Consejo Estatal del SIDA y los organismos no gubernamentales que ofrecen ayuda sicológica, terapéutica y médica a los enfermos de SIDA, en Oaxaca, son insuficientes para abatir el contagio que prolifera sobre todo en los jóvenes.
¿Qué hacer?.... solo tomar conciencia.
domingo, 17 de febrero de 2008
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